Diego Zavala Scherer
Cuando pensamos en el documental como producto cultural, solemos asociarlo con su función informativa o con su capacidad de generar historias audiovisuales sobre los pueblos y las culturas. Aunque existen otras funciones sociales de este tipo de cine (como la expresiva, la artística, la lúdica), su vocación casi siempre se intuye o se asume del lado del derecho a la información o como voz de una comunidad.
Este lugar del documental en el imaginario de la audiencia no es fortuito: muchas corrientes de producción y de investigación se han esforzado para que las ideas de objetividad, conocimiento, información e investigación estén vinculadas a esta forma cinematográfica, televisiva y, ahora, interactiva. Para muestra, un botón: la definición que la Unión de Documentalistas, reunidos en Polonia en 1948, dio al género:
[El documental abarca] todos los métodos de registrar en celuloide cualquier aspecto de la realidad interpretado bien por la filmación de hechos o bien por la reconstrucción veraz y justificable, para apelar a la razón o a la emoción, con el propósito de estimular el deseo de ampliar el conocimiento y la comprensión humanos, y plantear sinceramente problemas y soluciones en el campo de la economía, la cultura y las relaciones humanas (Hernández Corchete, 2004).
De la mirada individual a la práctica colaborativa
Para que el cine documental intente la comprensión humana y ampliar el conocimiento tenemos que salvar un escollo que la propia práctica cinematográfica suele imponer: el cine suele ser visto como la visión de una persona, un autor o autora que ha materializado su voz, su discurso, el mensaje que pretende pasar al público. El trabajo colaborativo queda subsumido bajo el aura del creador o creadora, del artista. Y, cuando el o la cineasta intenta apelar a la razón o emoción de las personas, lo atribuimos a una sensibilidad personal, a una chispa de genialidad.
Ha habido esfuerzos significativos por revertir este modo de producción. Colectivos artísticos, trenes cinematográficos, películas corales han intentado dar una bocanada de aire fresco frente al individualismo creativo que suele privar al pensar y hacer las películas.
De igual manera que con la ficción, el documental ha intentado romper esta inercia del individualismo en su producción, pero el reto se daba desde el rodaje mismo frente a la realidad que querían capturar. Una persona extranjera, antropóloga, antropólogo, podía llegar y filmar una realidad que no le era propia y aún así presentarla a un público sin que las personas inmersas en esa realidad opinaran respecto de la película final. El cine documental antropológico —esas películas derivadas de la observación de otras culturas para tratar de entenderlas— se vio profundamente transformado con la crítica a la mirada colonizadora.
El documental tuvo que plantearse filmar de otra manera. Así surgieron procesos de transferencia de medios, talleres de capacitación cinematográfica, películas de base comunitaria en las que se aspiraba a no hacer películas «sobre los otros», sino «con los otros». Esta forma más empática y horizontal ha dado lugar a la producción conocida como colaborativa, participativa o comunitaria.
Este tipo de cine ha generado, desde los años sesenta del siglo pasado, una larga tradición en América Latina y es una de las formas más potentes en la tradición audiovisual para pensar lo colectivo, el diálogo intercultural y la identidad de los pueblos. Proyectos históricos como Video de las aldeas, de Brasil; Grupo Chaski; de Perú; o los talleres de transferencia tecnológica, en México, son parte del legado que nuevos proyectos como Ojo de Agua Comunicación, Docuperú, Documotora, o el Campamento Audiovisual Itinerante han retomado. Eso solo por mencionar algunas de las decenas de experiencias de este tipo que se han identificado en la región a lo largo de las últimas dos décadas (Gumucio, 2014). Estos procesos de apropiación tecnológica de los pueblos han crecido, en parte, por la tecnología de grabación, edición y —desde la aparición de internet y el ancho de banda para transmitir video— distribución.
Pueblos originarios, comunidades indígenas y colectivos barriales han adoptado, dentro de su lógica y cosmovisión, a la producción audiovisual como una de las formas de representarse y mostrarse al mundo. Es desde esta postura que la definición de la Unión de Documentalistas de 1948 hace más sentido. Ahora sí, plantear sinceramente los problemas y soluciones surge desde el seno de los grupos que las viven, las padecen y las implementan. Y más que insistir en la pertenencia a una comunidad como criterio que valide la propuesta, la potencia proviene del esfuerzo colectivo de crear imágenes, sonidos y narrativas que hablen de ellos y ellas, que les expongan y que expliquen a personas dentro y fuera de sus comunidades el mundo en el que viven.
Dificultades para el documental: brecha digital y fragmentación de audiencias
La introducción del video, las computadoras personales y los programas de edición de imagen y sonido, así como el surgimiento del internet y el ancho de banda para la transmisión de video, hacia 2005, han propulsado enormemente los esfuerzos de creación audiovisual en contextos donde antes sería muy difícil financiar y producir proyectos.
Esta misma facilidad implica otras dificultades: los modelos de negocio de la distribución de los productos audiovisuales y la exclusión tecnológica.
Dicha exclusión, que sigue existiendo a pesar del acceso a equipos de cómputo y video más baratos, es lo que se denomina brecha digital. La cobertura de internet en el mundo sigue creciendo, pero no toda la población cuenta con el servicio. Esto determina poderosamente qué voces y representaciones del mundo, sean documentales clásicos o formas expandidas (realidad virtual, realidad aumentada, videos 360…) finalmente llegan a las audiencias. Esta falta de acceso a internet se ha visto agudizada por la pandemia de la COVID-19.
Por otra parte, producir para internet o para ver contenidos en teléfonos celulares (la pantalla de consumo audiovisual líder en estos momentos) ha fragmentado a las audiencias. La experiencia ahora es individual y plantea retos importantes para pensar lo colectivo desde la forma en que la tecnología nos entrega las piezas, películas, videos.
Además, con el advenimiento de la realidad virtual, la realidad aumentada, los videos 360 y las formas interactivas (en la red o en espacios físicos), la capacidad de producción y el dominio técnico generalizado de los lenguajes de computación otra vez se reducen. Las tecnologías son más costosas y el acceso a los saberes de programación y creación de estos productos no se han extendido. Este camino de reapropiación, aprendizaje y dominio es el mismo que el cine siguió hace décadas y que las nuevas formas tendrán que transitar.
Respecto de las audiencias, hay que comprender que lo viral no es exactamente lo mismo que ver un producto juntos, juntas, en comunidad. Las formas de ver y compartir también tienen que cambiar.
«Hazlo con otros»: las formas interactivas del documental
Mandy Rose, una de las creadoras y pensadoras más relevantes del documental interactivo, plantea que ante estas formas individualizadas de producir —y abrazando el espíritu de simplicidad y ahorro de recursos de la cultura del «hazlo tú mismo»— podemos pasar a una forma poderosa de hacer documentales interactivos o web: hacerla con otros. La escritora británica nos invita a plantear este trabajo de creación como un trabajo colaborativo que busca reunir los talentos, saberes y recursos dentro de una comunidad para poder generar una pieza documental que hable de ella y de sus problemas sinceramente.
De este modo, las brechas de unos y unas son subsanadas por las de otros y otras. La tecnología se comparte, el conocimiento también; eso permite abordar el proyecto con una perspectiva plural, común, negociada. Pareciera como si las nuevas formas interactivas e inmersivas hubieran comprendido, mucho más pronto que el cine, que los esfuerzos colectivos serían fundamentales. O, tal vez, la fragmentación y la naturaleza de la tecnología (individual, portátil, pequeña) que utilizan para llegar al público les hacen plantearse de manera muy precisa cuáles son sus mecanismos para crear comunidad, para explicarse y explicar a las y los demás quiénes son.
Esta potencialidad del interactivo para llamar a la participación (como en el documental web Question Bridge) también tiene que ver con la capacidad del medio digital de reunir grandes cantidades de información en bases de datos, cosa que una película o un programa televisivo no pueden hacer.
De este modo, la incursión de los pueblos y las comunidades en la producción para internet, o de nuevas formas documentales, son ejercicios de generación de archivo disponible, acumulable y modificable en la nube; lo que aporta una gran ventaja de uso y distribución. Proyectos como Quipu, sobre las esterilizaciones forzadas en Perú, pueden seguir creciendo y expandiéndose, ayudando a documentar cada caso, cada persona, cada denuncia.
Los retos que estas formas de producción documental enfrentan ahora son la prueba del público —acostumbrado a otras formas de consumir historias. Las nuevas tecnologías, la realidad virtual, la realidad aumentada y la segunda pantalla pasan por el juicio del tiempo para ver si son aceptadas dentro del gusto de la gente. Esperan y aspiran a convertirse en una de las formas en que las personas busquen informarse, busquen conocer el mundo, conocer este nuevo mundo de la conectividad, las redes y, últimamente, del teletrabajo y la teleeducación.
Para seguir aprendiendo
- DCM Team | Productora de contenidos transmedia.
- El cine comunitario en América Latina y el Caribe (Gumucio, 2014) | Libro académico.
- i-Docs | Red de investigación sobre documental inmersivo e interactivo.
- MIT Open Documentary Lab | Proyecto de creación e investigación de nuevas formas de documental.
Diego Zavala Scherer (FB: diego.z.scherer). Profesor Investigador del Tecnológico de Monterrey, donde dirige la revista Virtualis. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México (Nivel 1). Miembro de la Cátedra en Narrativas Transmedia de la Universidad de Rosario, Argentina y del Grupo I+D+C Museum.