Karen Vergara Sánchez

Es complicado escribir en abril de 2020. Parece que todo transcurre demasiado rápido para poder registrarlo. Pero están ocurriendo, desde hace algunos años, procesos sociales y culturales que nos han hecho replantearnos la estructura y el sistema que estamos habitando. Por ejemplo, los movimientos feministas alrededor del mundo, que lograron visibilizar un tipo de violencia que dormía en carpetas en fiscalías y comisarías: la violencia de género —y sus expresiones más brutales: feminicidio, abuso sexual, mutilación, violencia en la pareja (o en el «pololeo», como decimos en Chile a las relaciones de noviazgo).

La particularidad de los crímenes hacia mujeres, a nivel general, radica en la cercanía que sostiene el agresor con la víctima. Es un asunto íntimo, de la esfera privada, del universo familiar, de lo que no se ve. Y en ese «no ver» se encuentra internet, que en pleno 2020 se sitúa como una herramienta mediante la cual se ejerce violencia, con consecuencias que pueden ser fatales.

En la actualidad, en un escenario global que nos ha confinado a nuestros hogares ante el avance del COVID-19, es importante preguntarnos por las distintas formas de ejercer control que se pueden originar a través de dispositivos móviles y computadoras conectadas a internet. También es relevante evidenciar las distintas desigualdades que nos atraviesan a la hora de habitar estos espacios, considerando el enfoque de género, la accesibilidad y la educación.

Cuando la obsesión y violencia traspasan la verificación en dos pasos

Los espacios virtuales suelen ser mucho más hostiles para las mujeres. Según cifras de la Association for Progressive Comunications, las mujeres entre 18 y 30 años de edad que habitan internet son las más expuestas a recibir violencia en ella. Esta cifra se agudiza cuando consideramos los ataques personalizados que buscan amedrentarlas directamente, ya sea ejerciendo presión sobre su autoestima, haciéndoles dudar de alguna certeza o exponiéndolas a ellas o a sus datos personales públicamente, afectando tanto su integridad física como psíquica. Estos tipos de vulneraciones solo las puede llevar a cabo alguien que en algún momento haya sido de confianza para ellas.

Es así como el asedio o acoso a través de plataformas digitales suele tener características más violentas cuando el agresor es un conocido de la víctima, usualmente con quien se ha compartido un vínculo sentimental. En ese caso, aplicaciones de mensajería como Whatsapp, Facebook Messenger, Instagram Direct y otras, pueden utilizarse como herramientas de control directo («¿dónde estás?, ¿qué estás haciendo?, ¿cuál es el último lugar que visitaste?, ¿con quién estás?»). Mientras que otras, como Gmail, pueden ser vulneradas para lograr la usurpación de identidad, creación de perfiles falsos en otras plataformas o el envío sistemático de mensajes amenazadores.

El debate no es nuevo, pero recién comienza a hacerse más evidente. Con los avances tecnológicos se le van sumando además nuevos focos de estudio. Es el caso del Internet de las Cosas o IoT (por sus siglas en inglés: Internet of Things), el cual ha encendido las alarmas debido al uso malicioso que puede tener para ejercer violencia de género.

Si bien la premisa de las casas inteligentes y el control de dispositivos de forma automática suele ser la confianza de sus integrantes en un mismo sistema, esta cae cuando una de estas personas puede tener el control absoluto de cámaras de vigilancia, sistemas de sonido, alimentación, aire acondicionado y seguridad, y utilizarlo para ejercer poder y violencia. Esto han investigado en el área de Género e IoT en la University College London, de Reino Unido. Este equipo agrega el Internet de las Cosas a los tipos de acoso convencionales (físico, psíquico, digital). Consideran que el IoT expande el rango de ataque y dominación más allá de lo establecido, incluso para las áreas legislativas, y que es un tema relevante de abordar por su rápida evolución tecnológica y las implicancias que puede tener para la vida de miles de mujeres.

Antecedentes desde Chile

En el 2018, la Fundación Datos Protegidos, con la colaboración de ONG Amaranta y el Departamento de Derecho Penal de la Universidad Alberto Hurtado, publicó el informe Violencia de Género en Internet en Chile: Estudio sobre las conductas más comunes de violencia de género en línea en Chile y la intervención del derecho penal. El tema aún no había sido abordado de manera formal en el país del extremo sur de América. Las estadísticas y testimonios del informe abrieron la discusión de forma directa, en una comunidad que quería buscar ayuda y exigir legislación al respecto, pero no sabía cómo.

Video con datos del informe «Violencia de género en internet en Chile» (2018).

Dentro de las principales cifras, se cuenta que el 63% de las encuestadas conocía directamente a quien es su agresor en Internet. Las sospechas usualmente incluyen a exparejas, familiares y personas con las cuales se sostuvo un vínculo amoroso, académico o laboral.

De esta forma también se puede comprender que este tipo de violencia utiliza Internet como su vehículo para operar, pero finalmente es otra expresión más de la violencia que se expresa en el plano físico. Es un brazo más para ejercer control adicional sobre las víctimas.

Infografía diseñada por Constanza Figueroa para Fundación Datos Protegidos.

Junto a la investigadora Cecilia Ananías, en ONG Amaranta elaboramos y aplicamos la encuesta que le dio contexto a esta investigación. Nuestra experiencia no era nueva: ya habíamos elaborado de base el insumo publicado en el artículo académico Violencia en internet contra feministas y otras activistas chilenas (2019), para la revista Estudios Feministas. Abordamos una investigación iniciada en 2016, donde compartimos con mujeres activistas y registramos los ataques que sufrían en Internet. Una de las consultadas señaló: «Fui atacada por un grupo de amigos que se dedican a denostar mujeres por Twitter, en especial, uno, que fue el más violento, me enviaba por interno imágenes y videos de una actriz porno que, según él, le recordaba a mí (…) tengo entendido que sigue acosando a otras niñas (sic), incluso menores de edad».

Grandes compañías, como Facebook, poco han realizado para superar esta realidad, o al menos para ir en su directa atención. La cantidad de moderadores de contenido que tiene la gigante de Zuckerberg disponible en América Latina y el Caribe es sumamente baja comparada a países del norte. Esto ya lo revelaban en encuentros sostenidos con activistas en tecnología, derechos humanos y comunidad LGBTI, primero en su sede de Buenos Aires (en 2018) y luego en una visita a Chile a principios del 2019. Los protocolos para denunciar imágenes violentas, usurpación de cuentas, envío de vídeos sexualmente agresivos o la difusión de archivos íntimos sin consentimiento, suele estar llena de barreras, entre ellas la idiomática: si no sabes inglés, te quedas fuera.

Es por ello que proyectos como acoso.online son tan valiosos. Es un sitio (y chatbot de Telegram) que entrega recomendaciones país por país para dar de baja este tipo de contenidos. En su web puedes encontrar herramientas para resistir: un juego de mesa liberado para descargar, imprimir y concientizar a tu entorno, y también un recordatorio de que este tipo de ataques jamás serán tu culpa y no te los mereces.

El hacker de pasamontañas

Una figura muy frecuente en las víctimas de violencia de género a través de Internet es la del hacker. «Me hackearon la cuenta», «alguien me hackeó y ahora tiene acceso a cada cosa que hago». La concepción del hacker como un sujeto que vive al otro lado del mundo, utiliza pasamontañas negro, y te espía a través de la cámara frontal, se ha posicionado y transmite la idea de amedrentamiento e imposibilidad de retomar la vida personal y social de manera cotidiana. La televisión y medios de comunicación han reforzado este estereotipo, utilizando dicha imagen de forma repetitiva en noticiarios y artículos de prensa, omitiendo lo principal: en su gran mayoría, los ataques personales van ligados a personas cercanas al entorno de las víctimas, que logran adivinar o crackear las contraseñas debido a la información personal que manejan de ellas.

«¿Cómo puedo moverme si hay alguien que vigila cada uno de mis pasos?», me preguntan constantemente las víctimas de ataques a través de internet.  Usualmente quien manipula tu cuenta o suplanta una identidad con el fin de denostar, amedrentar o acosar, te conoce de cerca. Para intentar dar con el o la atacante, pasamos entonces a un ejercicio de memoria y reconstrucción del pasado. Afloran los recuerdos de intercambios de contraseñas entregados como «prueba de amor», el interrogatorio sobre las preguntas de confianza para construir contraseñas (primera mascota, primera dirección, primer colegio), las sesiones iniciadas en dispositivos ajenos al propio y la información sonsacada incluso a través de la ingesta de alcohol y/o drogas. La figura del hacker se diluye: es más probable que hayamos cedido el poder de acceder a nuestras cuentas sin darnos cuenta.

Ilustración de Constanza Figueroa.

El problema es multidimensional

La ausencia de alfabetización digital como parte de la planificación escolar, y las brechas en el uso y acceso a Internet se ha vuelto aún más evidentes durante la pandemia por COVID-19.

En Chile, el país más conectado de Latinoamérica, la brecha digital ha quedado expuesta tras la recalendarización de clases escolares y universitarias a través de plataformas digitales. Jóvenes de distintas casas de estudio han planteado la figura del «paro» o movilización virtual para revelar que muchos de sus compañeros no cuentan con conexión estable a Internet, computador o un plan de datos que les permita seguir su año académico de esta forma.

Estas diferencias y desigualdades se revelan aún más cuando hablamos de seguridad digital. En mi experiencia realizando clases, talleres y actividades a nivel escolar y universitario los últimos 4 años, puedo observar el desconocimiento que las y los jóvenes siguen teniendo respecto a cómo gestionar su identidad de manera segura en Internet. Existe, también, una resistencia de las autoridades a hablar de violencia a través de Internet, específicamente la que tiene un componente de género, quedando enmarcada en campañas en contra del ciberbullying como un territorio amplio, donde se desdibujan las principales víctimas y tipos de ataque. En la actualidad, por ejemplo, ni profesores ni administrativos están preparados para hacer frente a divulgaciones de archivos íntimos entre compañeros de clase ¿cómo podrían hacerlo si hasta la educación sexual sigue siendo un tabú en muchos países?

Reflexiones finales

La proliferación de la violencia de género en Internet debería ser entonces comprendida como la respuesta a una suma de factores: falta de formación y alfabetización digital de forma transversal, ausencia de políticas de educación sexual integral con perspectiva de género, y concepción de internet como una herramienta que acaba al apagar los dispositivos en los cuales se utiliza.

En tiempos de pandemia, de aplicaciones chupa-datos y de control social por medio de la tecnología, es importante preguntarnos: ¿cuántas víctimas de violencia de género están además conviviendo con su agresor?, ¿cuántas están siendo controladas a distancia en este periodo de cuarentena a través de dispositivos inteligentes (relojes, teléfonos, casas inteligentes o dispositivos con rastreo/GPS)?

No se deberían crear tecnologías que no consideren el uso malicioso que pueden implicar para sus usuarios y usuarias. ¿Pueden ir desarrollo tecnológico y activismos de la mano para prever este tipo de situaciones? No dejemos de reflexionar sobre el concepto de nación hipervigilada y conectada en el cual nos estamos desenvolviendo actualmente. ¿Qué tanto de nuestra intimidad entregamos a compañías, parejas y plataformas? ¿Cuánto sabemos acerca de cómo gestionar correctamente nuestros dispositivos?

Este artículo busca ser una pequeña llama que encienda la curiosidad sobre nuestro entorno, primero para cuestionarnos nuestro propio uso de internet, y luego para levantar la voz de alerta ante situaciones de violencia o vulneración, tanto hacia nosotras y nosotros como al entorno más cercano. Que internet sea más segura para todas las personas también va ligado a cuanto de ella queremos aprender, para así habitarla de manera más consciente y crítica.

Para seguir aprendiendo

Karen Vergara Sánchez (@una_geminiana). Periodista y candidata a Magíster en Estudios de Género y Cultura Latinoamericana, Universidad de Chile. Investigadora en tecnología, medios de comunicación y cultura. Miembro de ONG Amaranta.

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