Silvio Waisbord

Siempre hemos vivido en la sociedad de la posverdad. Nunca hubo consenso afinado o permanente sobre lo que se entiende, como se procura o como se mantiene la verdad. Bibliotecas enteras demuestran que la verdad ha sido una cuestión eterna de debate.

Ninguna de las expresiones cabales de la condición de la posverdad contemporánea son estrictamente nuevas. Ni las teorías conspirativas actuales basadas en antiguos mitos y narrativas, ni las declaraciones echadas al viento desconectadas de evidencia confirmatoria. Ni las cataratas de mentiras de políticos, corporaciones y otros actores políticos y sociales son originales. Ni las dudas, incertidumbres y rechazos a verdades científicas sobre una variedad de temas —desde el origen de las especies hasta la salud pública. Ni las convicciones sostenidas en vagos sentimientos, intuiciones y presunciones. 

Si la verdad siempre ha sido una cuestión por dirimir y sujeta a múltiples interpretaciones, ¿qué es nuevo?

La noción de posverdad es una tardía etiqueta de moda que confirma dos convicciones: la verdad está socialmente determinada y las formas de conocimiento están fracturadas. La verdad demanda acuerdos sobre normas para producir evidencia y hechos que confirmen lo que se sostiene. Sin tales acuerdos no podría existir ni la ciencia ni profesiones inspiradas en principios científicos, como el periodismo. Sin normas unificadoras no hay verdad; hay versiones posibles, (in)creíbles y dispuestas a imponer su particular visión del mundo.

Lo esencialmente nuevo sobre la posverdad es el cataclismo mediático de la última década —la proliferación de plataformas, canales y medios digitales. Infinitas formas de expresión pueblan el espacio digital. En algún sitio de Internet hay argumentos que pintan verdades diferentes. En este caos comunicacional conviven expresiones diametralmente opuestas en términos de cómo determinan lo real y lo verificable. Conviven conocimientos producidos con rigurosidad basados en normas científicas junto a expresiones absolutamente descabelladas, despreocupadas por la comprobación o la confirmación, o por lo menos en el sentido de cómo son entendidas en la ciencia o por diferentes corrientes filosóficas.

Los gigantes digitales y su (ir)responsabilidad

La enorme mayoría de expresiones no tienen la misma presencia e influencia en comparación con aquellas que dominan el tráfico digital, eterno, incalculable y en constante expansión. Y ciertamente la enorme cantidad de formas de expresión carecen de poder político, económico y social para persuadir e imponerse como argumentos sobre la verdad o encumbrarse en posiciones dominantes. La sociedad digital es fundamentalmente piramidal y concentrada (Hindman, 2018) en términos de la circulación y la popularidad de formas de comunicación, a diferencia de las fantasías primigenias que pensaron que Internet igualaría las oportunidades.

El poder sin precedentes de Facebook, Google y otras compañías dominantes ilustra justamente la condición de desigualdad para determinar qué versiones de la verdad reciben mayor atención y credibilidad. Asimismo, la supervivencia de medios de la era de los «medios masivos» también muestra el profundo desnivel de acceso para emitir versiones posibles sobre la verdad.

En esta abundancia comunicacional e informativa, la verdad es disputada principalmente entre quienes tienen los megáfonos más potentes —líderes de opinión, organizaciones con enormes recursos, medios que atraen enorme atención pública. No hay un orden único dominante, situado en cierta posición estable de poder, que regula sin oposición o contradicción lo que se decide como verdadero. No hay régimen de verdad único cuando Internet está repleta de versiones y contraversiones sobre cualquier tema —sucesos históricos, salud pública, seguridad (Waisbord, 2020).

Ni el argumento de la horizontalidad absoluta digital ni el argumento sobre el poder unidimensional y estable de los poderosos acertadamente explica la situación imperante.

La posverdad como narrativa describe un clima de época definido por la idea que la verdad es tenue, frágil, subjetiva, resbaladiza y disputada. Que imponer criterios únicos de verdad, evidencia y métodos es mucho más difícil en sociedades caracterizadas por constantes y frenéticos flujos de verdades múltiples. Versiones marginalizadas por el periodismo y narrativas mediáticas en el pasado, ya sea porque no se ajustaban a criterios dominantes de verdad o por discrepancia ideológica, pueden aparecer con fuerza en diversos espacios en la sociedad digital. Esta situación puede favorecer tanto a perspectivas pluralistas y democráticas, históricamente excluidas por el poder, como a versiones delirantes sin asidero en la realidad.

Un problema clave es que ni Facebook, Google y otras plataformas digitales dominantes enarbolan la búsqueda de la verdad como su norte operativo. No están guiadas por la pretensión del periodismo en su mejor versión democrática. Por el contrario, el objetivo de los gigantes digitales es maximizar tráfico y utilización con objetivos puramente comerciales. Prefieren ubicarse como avenidas de la expresión sin funciones editoriales (cuando en realidad son compañías editoriales que regulan contenidos). Sus lineamientos de regulación de contenidos están principalmente guiados por evitar dolores de cabeza legales y problemas de relaciones públicas. Sus reacciones frente a abusos de expresión de sus propias reglas y discursos del odio y la violencia son tardías, opacas, e incoherentes —como muestra la decisión reciente de Twitter y de Facebook de silenciar a Donald Trump— que apenas disimulan su excesivo poder global en la expresión y la disputa por la verdad.

El problema no es únicamente el pluralismo limitado a la luz de las desigualdades persistentes de acumulación de tráfico y recursos económicos en pocas manos corporativas y gubernamentales. Cuando proliferan versiones disímiles sobre la verdad, el problema es la irresponsabilidad de compañías que priorizan una versión libertaria de la expresión, que conlleva profundas consecuencias negativas para la vida pública y la democracia. Estas últimas demandan un acuerdo básico sobre cómo determinar la verdad. De lo contrario, se consolida el caos —el anything goes sobre la supuesta premisa que la abundancia de expresión lleva a resultados virtuosos. 

Y mientras hay caos, no está asegurado que triunfen la razón crítica y la comprensión humana, cualidades vulnerables a la demagogia, el subjetivismo simplista, y el sentimentalismo narcisista.

Revisar el optimismo ingenuo

No hay soluciones fáciles frente a los desafíos sin precedentes que plantea la condición de la posverdad. Más expresión, si está libre de responsabilidad social o espíritu democrático, puede echar leña al fuego del odio, la mentira, la manipulación —consolidando la situación de fractura y posverdad, especialmente si van de la mano del poder. Tanto quienes detentan poder como sus seguidores no les interesa la búsqueda de la verdad, por más compleja y elástica que ésta sea. Su prioridad es confirmar propias certezas y excluir a quienes piensan diferente. Aprovechan las condiciones de libertad de expresión para cortar la libertad de otrxs, en otra paradoja de la democracia cuando se usan derechos para excluir derechos. Por otra parte, restricciones a la expresión, justificadas para no dar espacio a falsedades, pueden llevar a censuras destinadas a perseguir ideas molestas y críticas más que a buscar la verdad.  

Hay que revisar el optimismo ingenuo de que estamos en un espléndido mercado de ideas donde la verdad, de algún modo, siempre triunfará. No está claro que en la disputa entre verdades empíricas comprobables y argumentos antojadizos sobre lo realmente existente triunfen los primeros, como esperaba la razón iluminista. En el mítico mercado de ideas, siempre imperfecto, no siempre ganan los sensatos. El resultado está abierto.

En esta situación de incertidumbre y conflicto por la verdad, el principal peligro es el irracionalismo político apoyado tanto en fortunas económicas que apuestan a la desinformación como la reacción frente a avances en materia de derechos humanos y reconocimiento social. En ríos revueltos de verdades y mentiras, esta combinación contribuye a triunfos momentáneos e importantes de la sinrazón. Igualando hacia abajo, junta conspiraciones y documentos certeros, ficciones e historias reales y anuncia la falsa promesa que cualquiera es dueño de su verdad. Legitiman así un falso derecho de vivir en realidades paralelas. Sería como decir que la gravedad afecta solamente a quienes creen en ella.

Cuando se piensa la libertad de expresión como una virtud a prueba de críticas y la verdad como un bien dividido, el nihilismo puede destruir cualquier intento por lograr verdades consensuadas y democráticas. Realidades paralelas y verdades fraccionadas son seductoras, pero hacen imposible el bien común. Sin normas básicas no hay orden social posible.

Estamos sin hoja de ruta para enfrentar la condición de posverdad. Las opciones conocidas y probadas corresponden a tiempos de expresión limitada y medianamente ordenada. Están ancladas en épocas donde ciertas instituciones filtraban lo decible y lo creíble según normas de rigurosidad adoptadas por (ciertos) medios, la ciencia, la educación formal, y la tecnocracia. Su posición social ya no es tan descollante y dominante como lo fue en la era moderna. Esto puede tener ventajas para quienes demandan mayor pluralidad de conocimiento válido. Sin embargo, hay que reconocer sus consecuencias tóxicas. El pluralismo de expresión es engañosamente democrático, en tanto rápidamente puede convertirse en una amenaza a derechos democráticos mientras la mentira se arraiga en movimientos intolerantes.

Aquí les cabe un rol fundamental a los medios y las plataformas digitales en tanto que debieran tener cierta responsabilidad social. Así como esperamos que cualquier medio de información evite agitar pánicos infundados o difundir mentiras, también se debe esperar que no convaliden y difundan fábulas a nivel masivo.

Para quienes pensamos que hay un mar de diferencias entre verdades verificables y fantasías peligrosas, la situación masiva de posverdad es preocupante. Nos recuerda que los autoritarismos modernos asestaron golpes mortíferos a las instituciones críticas, empeñadas en decir la verdad frente a la mentira y el odio. Desconfiemos de quienes celebran la posverdad, ingenua o cínicamente, en nombre de la expresión pública desvinculada de cualquier intento de acuerdo social y obligaciones hacia otros.

Para seguir aprendiendo

Silvio Waisbord (@silviowaisbord).  Es Director y Profesor en la Escuela de Medios y Asuntos Públicos en George Washington University. Es autor y editor de 18 libros sobre periodismo, política y comunicación. Doctor en sociología por la Universidad de California y licenciado en sociología de la Universidad de Buenos Aires.

1 comment on “Los peligros de la posverdad

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