Magdalena Cortez Valladolid

Este año ha sido una catarsis violenta hacia todo lo que somos y creíamos ser. Con la llegada de la pandemia parecieron ponerse en balanza una vez más el valor de las cosas que tenemos en nuestras vidas. Pero para mí ese golpe vino aún antes, con la marcha feminista más grande de Jalisco, México, y de la que he sido parte, en el marco de las acciones realizadas el ocho de marzo, día internacional de la mujer. Porque muchas cosas cambiaron en mí ese día y han permeado en mi vivencia del aislamiento, momento predilecto de reflexión.

Para mí, como para tantas, esa marcha significó un grito de esperanza por cambiar la terrible realidad que vivimos las mujeres en este país. Fortaleció la sororidad entre nosotras y nos hizo reconocer que lo único que siempre hemos tenido es a nosotras mismas. Sin embargo, desde aquel día no había podido dejar de darle vueltas al tema pensando cómo las situaciones más terribles y aterradoras pueden generar al mismo tiempo este sentimiento de esperanza y unidad frente a lo que parece una inamovible realidad; esa urgencia por vivir, trascender las diferencias y juntas sobreponerse incluso a las condiciones de vida más adversas. 

Porque fuimos tantas y tan diversas, de todos los cuerpos, todos los tonos de piel, el iris y el cabello. Con diferentes historias, orígenes y batallas interiores, pero todas unidas bajo la misma lucha en torno a una opresión que compartimos en carne propia. Todas siendo una tras compartir un sentimiento que tantos años pensamos individual y que en ese momento reconocimos colectivo. Y aquí, con el grito irrumpiendo en nuestros pechos, con la emoción de sabernos juntas, acompañadas, iguales y seguras entre nosotras. Ahí con una demanda por igual de respeto a nuestros derechos, nuestros cuerpos, nuestras vidas. Ahí no había culturas: la cultura somos nosotras.

¿Emoción antes que razón?

Entonces comencé a pensar en la emoción como un motor tan trascendente y al mismo tiempo olvidado y encontré en la teoría feminista de las emociones de Teresa Langle de Paz una guía más para pensar en la emoción como un elemento indisociable de la razón crítica para el desarrollo de un movimiento social, y feminista porque las mujeres hemos sido un grupo históricamente oprimido con amplia experiencia en el campo de resistir para existir. 

Para Langle de Paz la emoción feminista es la capacidad adquirida en la adversidad que sirve para rebelarse ante las estructuras opresivas del género y reinventarse. Es aquel ingrediente que se va sumando conforme una persona socializada como mujer experimenta su género y descubre la desigualdad en la piel. Esta emoción feminista se revela en la cotidianidad mediante una especie de resistencia al límite del género motivada por el sentimiento no razonado de injusticia que percibimos diariamente en nuestras vidas. Es decir, la emoción feminista corresponde al sentimiento puro y profundo que precede incluso al proceso formal de razonamiento que nos lleva a generar hipótesis respecto a lo que presenciamos en la realidad. 

Es esta emoción la que motiva a grupos de mujeres a reunirse tras algún desastre o catástrofe acontecido en su comunidad y a hacer algo al respecto. Por ello, la emoción feminista lleva a entablar relaciones afectivo-emocionales con otras personas y así reconocer que las experiencias individuales de opresión no son aisladas, sino que son colectivas, pues todas hemos experimentado en carne propia la desigualdad del género.

Sentimiento al rojo vivo

Es en este punto en donde la emoción feminista despliega su pertinencia no solo como elemento de análisis del movimiento mismo, sino como una oportunidad incluso para caminar hacia un diálogo intercultural desde el feminismo. Porque cuando se comparte la emoción, se olvidan las diferencias culturales y lingüísticas que dificultan el diálogo entre iguales.

En su libro La urgencia de vivir. Teoría feminista de las emociones, Langle de Paz sostiene que «el concepto de emoción feminista es vital para examinar productivamente obstáculos que pueden presentarse en torno a diferencias de la identidad y contribuir a allanarlos de forma fluida». Es decir, partir desde la emoción como vehículo para trascender las barreras de la cultura, la religión e incluso la lengua, nos permiten acercarnos y empatizar desde el reflejo de las formas de expresión más puras e íntimas que tenemos, que son precisamente las emociones mismas, ese sentimiento al rojo vivo, sin intermediarios.

El feminismo intercultural implica, entonces, la defensa de los derechos de las mujeres desde el enfoque de protección de sus libertades pero también desde el entendimiento y respeto de sus usos y costumbres. Esta cuestión representa un enorme reto, pues sabemos que en muchas ocasiones el principio mismo en el cual se basan las tradiciones violenta los derechos de las mujeres pertenecientes a dichas comunidades. Una paradoja que cuando se aborda desde la razón pura genera una brecha entre quienes han llegado a discernir esas violencias y quienes no, colocando a ambas partes en una escala diferente, entorpeciendo el diálogo con categorías ficticias antes incluso de comenzar a entablarlo.

¿Cómo se pueden cambiar entonces comportamientos culturales heredados y defendidos con tanto ahínco? Evidentemente la defensa de las tradiciones y pautas de comportamiento heredadas en algunas comunidades indígenas implica una confrontación con la ideología y los principios feministas de defensa de las libertades de las mujeres. Sin embargo, en numerosas ocasiones se ha demostrado ya que la estrategia centrada en el debate o la imposición ideológica es adecuada, por ello es momento de reivindicar a la emoción como forma de difuminar las diferencias para centrarnos en los verdaderos sentimientos que impulsan a las personas a la acción.

Asumir el reto ético de la interculturalidad desde la óptica del feminismo nos permitiría acercarnos a las diferencias desde la apertura al entendimiento, pues como menciona Guerra Palermo: «la construcción social de la alteridad como barbarie e incivilización no es un buen punto de partida para propiciar ni el diálogo intercultural ni el cambio social». Por ejemplo, calificar a las mujeres pertenecientes a dichas comunidades como «incapaces» o «inferiores» por ser víctimas de sus propias tradiciones misóginas jamás sería la forma de pretender cambiar sus comportamientos; sin embargo, acercarnos desde la empatía de la opresión compartida genera entonces un vínculo de confianza y cercanía que trasciende las diferencias y propicia un diálogo más profundo y sincero.

Por ello cobra sentido el uso de la emoción feminista como vehículo de transformación, pues al centrarnos en las posibilidades que puede lograr la emoción compartida nos damos cuenta que la vivencia de la desigualdad y la violencia sistémica, al ser expresada y recibir un eco, se puede comenzar a cuestionar. Llegar al entendimiento y plena consciencia de la opresión que se vive —independientemente de la cultura a la que se pertenece— es un proceso complejo y cuyos primeros indicadores son siempre la emoción. Regresar la mirada a esta primera chispa de indignación puede ser entonces la manera de incentivar un genuino deseo de cambio. 

Por una reivindicación de la emoción

Se dice que una sonrisa es un lenguaje universal, pues las emociones atraviesan las culturas y las lenguas. Son el origen mismo de nuestra interpretación del mundo y por lo mismo son indispensables para la exigencia de nuestros derechos. Centrarnos entonces en la emocionalidad compartida nos permite trascender las diferencias de la cultura, la lengua, la religión o demás distractores para centrarnos en lo que nos vincula: los sentimientos compartidos de lucha contra la opresión que vivimos. 

De manera que la agenda de diálogo intercultural podría considerar el elemento de emocionalidad como parte fundamental de la defensa de los derechos de las comunidades indígenas. Así como la agenda feminista podría integrar un enfoque de entendimiento de la emoción en el feminismo indígena como forma de lograr cambios de comportamiento comunitarios que nazcan desde las propias mujeres de las comunidades, desde su deseo de cambio por la frustración de la opresión cotidiana. 

Finalmente, pretender disociar la emocionalidad de la razón crítica cuando se emiten demandas sociales genera una incomprensión del fenómeno en su totalidad, pues para llegar a la manifestación pública y colectiva de un malestar primero hay que sentirlo. El primer estímulo que nos mueve a querer cambiar nuestra realidad es el dolor, la frustración de la injusticia o la impotencia de sentirnos pequeñas, pues cuando nos damos cuenta de que esos sentimientos no son únicos sino colectivos, entendemos nuestra agencia y poder de cambiar la realidad si nos unimos en la lucha. 

La emoción es parte de lo que somos y nos mueve a exigir nuestros derechos, la emoción colectiva nos invita a hacerlo en comunidad respetando nuestras diferencias y entendiendo que la búsqueda del fin común es más fácil cuando nos comunicamos desde las vivencias que llevamos en la piel.  

Para seguir aprendiendo

Magdalena Cortez Valladolid. Comunicadora pública de formación, productora audiovisual por azares del destino y feminista antes que cualquier otra cosa. Ilusa con esperanza de que el mundo pueda cambiar para que quepamos todas y todos. Soy un camello en @magdacortezv.

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